Ante mi inminente mudanza a Alemania,
llevo meses leyendo blogs de españoles –sobre todo españolas- que han emigrado
a Alemania. Los hay para todos los
gustos, los graciosos, los informativos, los quejicas…en fin.
Lo cierto es que leyendo sobre tantas “alemanadas”
como que tu vecino llame a la policía porque has aparcado mal el coche o que
tus niños tengan tres cajitas para reciclar la basura de su habitación, o sobre
la falta de visión lateral de los alemanes que van andando en línea recta y no
se paran aunque vayan a colapsar contigo, e incluso sobre las “horas de silencio” que
todos debemos respetar para permitir la convivencia.
Es sobre estas “horas de silencio” que
vienen bien estipuladas en los contratos de arrendamiento, sobre las que he
reflexionado este fin de semana y a las que va dedicada esta entrada que con
seguridad terminará convirtiéndose en una “Oda
a las Horas de Silencio Obligatorio de los Alemanes”.
Como cualquier embarazada que se precie de
tal, paso las 14 horas del día que estoy despierta, pensando en la manera de
hacer esto o aquello más rápida y eficientemente, dejar esto o aquello para
mañana o simplemente recordarle al mundo –y a mí misma- que estoy embarazada,
con el único fin de dormir un poquito más.
El problema es que aquí en Sevilla el dormir-un-poquito-más no depende
de uno mismo, de cómo organice su tiempo o de la habilidad que tenga para
excusarse de sí mismo y de los demás para ir a dormir una siesta, a la hora que
sea.
En Sevilla nadie tiene el descanso
garantizado a ninguna hora del día, la tarde o la noche. Al igual que todo el mundo cree que el hada de las cacas va a venir a recoger los
excrementos de sus perros, por lo que no deben molestarse en recogerlos ellos
mismos, los sevillanos creen que están solos en el mundo, que son los dueños
del bloque y del universo y que las normas de convivencia no existen.
Personalmente vivo en una barriada
preciosa, con jardines ingleses separando todos los bloques, miles de especies
de plantas y flores adornando y aromatizando los días y las noches; cualquier
que venga de fuera, pensaría que es un sueño hecho realidad vivir en sitio así
en el centro de Sevilla; yo misma me dejé engañar por la ilusión cuando
llegué. Pero no hay nada más alejado de
la realidad.
Los padres con niños pequeños son de facto los dueños de las áreas comunes,
bajan con sus churumbeles sobre las 5 de
la tarde al jardín y no se recogen sino hasta las 9 de la noche, eso si hay suerte. Hasta aquí, no debería haber ningún problema:
esa es la razón de ser de los jardines, ¿no? Yo misma voy a ser madre y si me
pilla aquí, seguramente bajaré con mi pequeño a disfrutar del aire libre. El problema es que, recordemos, para los
sevillanos, no existen las normas de convivencia, los niños gritan con toda la
capacidad de sus pulmones desde las 5 de la tarde hasta las 9 de la noche,
tiran la basura en los jardines y no conocen padre ni madre cuando van a toda
velocidad en sus triciclos. Lo más descorazonador de este asunto, es que los
padres no les piden que bajen la voz, no les enseñan a conducir sus triciclos
para que no sean los demás los que tengan que retirarse a su paso, ni les
enseñan a tirar la basura en las 20 papeleras que hay repartidas por el
jardín. Me imagino que son esos mismos
padres los que llegan a las 2 de la madrugada y haciendo caso omiso de las
señales que indican que no se puede entrar con motocicletas al recinto, no sólo
que entran, con el motor en marcha sino que además aparcan el vehículo en la
puerta de su bloque, ¡porque ellos lo valen! ¡Sí señor!
En particular, los que me traen por la
calle de la amargura y me hacen perder la fe en la raza sevillana cada tarde,
son los vástagos de mis vecinos de en frente.
Los vecinos tendrán sus buenos 70 años, sus hijos 40 y sus nietos unos 7
u 8. Son insufribles, todos ellos. Los hijos llegan a eso de las cinco de la
tarde, con sus churumbeles y los triciclos de estos bajo el brazo, llaman a la
puerta de la abuela pero no suben a verla.
Señoras y señores, aquí empieza el show más penoso y marginal que os
podáis imaginar (si no vivís en Sevilla, ¡claro!). La abuela sale a la terraza y empiezan a
comunicarse a gritos: ¿CÓMO TE HA IDO EN EL COLE? BIEEENNN ABUEEEELAAAAAAA!!!!
¿VAIS A SUBIR? NOOOOOOOOOO LOS NIÑOS SE HAN TRAÍDO LOS TRICICLOOOOOSSSSSSS!!!
¿HABÉIS MERENDADO?...y un largo, larguísimo etc. Todo esto,
mientras yo, en la cuarta planta, intento escribir mi tesis doctoral,
subo el volumen de la tele porque no me entero de nada o me tapo las orejas con
la almohada porque me gustaría poder dormir y descansa en MI PROPIA CASA.
Cuando llego a casa y me los veo en los
triciclos, me pongo a temblar, literalmente.
Hagamos cuentas, hay dos niños,
con dos padres, de modo que deberían ser capaces de controlar cada uno a un
niño y salir airosos cada tarde. Sin
embargo, la madre no hace más que gritar
PAAAAAABLOOOOOOOOOO!!! PAAAAABLOOOOOOOOO!!! TE VAS A CAAAAEEEEERRRRRRR!!!! TE
VAAAASSSS A HACEEERRR DAAAAÑOOOOOO!!! NOOOOO SAAAAALLLGGAAAASSSSS A LAAAAAA
CAAALLEEEEEEE!!!! Mientras se queja con las demás vecinas de lo malo que es el
niño. Mientras tanto el padre, orgulloso, mira a sus retoños ir a toda
velocidad en los triciclos sin pensar en nadie más, en serio, si no te mueves y
les dejas paso, puedes salir seriamente lesionado, mientras el padre mira a los
niños sonriente, pero no les enseña a coger la curva, a mirar hacia adelante o
a esquivar obstáculos, o más bien, personas.
Me da igual la imagen fría, seria y
cerrada que dan los alemanes, mis meses en Alemania han sido los más
productivos en la escritura y en el descanso, el silencio es exquisito y el
respeto por los derechos y la libertad de los demás también. Me seguiré riendo de las “alemanadas” y las
seguiré encontrando curiosas hasta que me acostumbre a ellas, pero de “sevillanadas”
estoy ya hasta el mismísimo gorro.
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